es domingo. hace un rato estaba acostada, fumando, medio desnuda, con las ventanas cerradas para que el humo no llegue hasta los vecinos y el ventilador haciendo ese ruido que no me deja pensar bien. mi hermana quiso entrar a mi cuarto. le dije que esperara, que me iba a poner una camiseta. me preguntó por qué, por qué me daba tanta pena que me viera. no supe qué contestar, pero me quedé pensando.
no es por ella, es por mí. es por cómo el cuerpo se fue llenando de pudor con los años, como si hubiera aprendido a tener vergüenza solo por estar ahí, quieto, a medio vestir. me acordé de la infancia, de los veranos húmedos y largos en mi pueblo al sur de méxico. las axilas sudando, la camiseta pegada, las miradas que no entendía pero que igual me incomodaban. me acordé de una vez que me puse un pantalón blanco sin saber que se me marcaba la ropa interior y de cómo un grupo de chicas murmuró cosas que no entendí del todo, pero supe que eran sobre mí. me acordé de la pena de usar mis primeros corpiños con copa y luego cuando me crecieron los pechos, tener que cambiarlos por brassieres. pienso en los compañeros de la primaria que nos levantaban las faldas a las niñas. de mi primer acoso sexual a los doce años y el hecho de no querer volver a usar vestidos cortos jamás. cosas que me hacían daño aunque no tuvieran nombre claro.
también me vino a la cabeza algo que había olvidado: en sexto de primaria hice una exposición sobre la ablación femenina1. no sé cómo terminé con ese tema. lo leí en un libro sobre los derechos de los niños que me había robado de mi biblioteca escolar y me impresionó tanto que lo llevé a clase. recuerdo perfectamente las caras de mis compañeros, algunos se rieron; otros hicieron caras de asco. el maestro se quedó callado. yo hablaba temblando, leyendo una hoja, con la voz baja. era la primera vez que hablaba de cuerpos heridos. quizá fue ahí cuando empezó todo.
a los trece vi un documental sobre malala2. me acuerdo de su cara, su voz tan seria. yo con el uniforme de secundaria y ella hablando frente a cámaras, después de que intentaron matarla. me hizo sentir algo parecido a la vergüenza, pero no de ella, sino mía, por todo lo que no entendía. creo que desde entonces, sin saberlo bien, me volví feminista. aunque en ese momento no sabía ni qué significaba esa palabra.
después vinieron los años en que estuve metida en todos los espacios posibles: talleres, colectivas, marchas, libros subrayados, pañuelos bordados. estaba convencida de muchas cosas, pero con el tiempo todo empezó a enredarse. las contradicciones, los pleitos, las cancelaciones. algunas compañeras me decepcionaron porque resultaron ser todo lo contrario a lo que predicaban. a veces yo también me decepcioné a mí misma. me alejé de los grupos, de los discursos tan cerrados y de lo que ya se estaba convirtiendo en una secta. pero no dejé de ser feminista, solo que ahora ya no sé bien cómo decirlo, ya no sé si pertenezco. pero sigo creyendo en eso: en cuidar a las otras, en hablar de lo que duele, en mirar el cuerpo de otra mujer con respeto.
y pienso otra vez en lo de hoy. en esa camiseta que me puse rápido para que mi hermana no me viera, en esa pregunta que me hizo: ¿por qué te da tanta pena? no sé. porque así me enseñaron, porque el cuerpo de una mujer —y hablo desde el mío— se acostumbra a ceder, a sentarse bien, a no hablar tan fuerte, a tener miedo y disimularlo, a tener cuidado con los hombres de la familia, a escuchar comentarios sobre su cuerpo que no quiere oír, a reírse aunque por dentro le dé asco, a caminar rápido, con las llaves entre los dedos, a revisar si hay alguien detrás.
el cuerpo de una mujer guarda todo: las palabras no dichas, los sustos, las contradicciones. el cuerpo de una mujer se acostumbra a ocultarse, a convivir con la incomodidad como si fuera una segunda piel.
pienso, a veces, que mi cuerpo ha sido entrenado como si el mundo fuera una amenaza constante y es que lo es. no tengo que ir muy lejos para comprobarlo, basta con salir a la calle, con tomar el transporte público, con leer los comentarios en redes. el cuerpo de una mujer se acostumbra a esa amenaza constante.
el cuerpo se acostumbra a casi todo. esa es la verdad que más me ha dolido entender. pienso entonces: el cuerpo no solo se acostumbra al dolor, también se acostumbra a recordarlo, anticiparlo, a prepararse para revivirlo.
nuestro cuerpo no nos pertenece del todo. hay manos, gobiernos, religiones, costumbres que se sienten con derecho a cortarlo, a marcarlo, a silenciarlo, a venderlo, a esconderlo. y por más que me aleje de ciertos espacios feministas —porque a veces me hacen daño también— no dejo de pensarlo: sigo siendo feminista aunque no milite porque lo que duele tiene que decirse.
odio divagar tanto... ahora mismo recuerdo la primera vez que viví sola. recuerdo también el polvo de ese departamento pequeño. la suciedad que dejé acumularse por mi depresión de salir de casa. los trates sin lavar, la sensación constante de no tener el control. no lograba mantener todo limpio y me sentía sucia. no solo por lo que se veía: por dentro también. el trastorno obsesivo compulsivo lo hace peor. nunca ha salido de mí el recuerdo del sudor de la secundaria, del uniforme pegado al cuerpo, de la sensación térmica de cuarenta y nueve grados. todo eso sigue en mí, todo eso sigue en mi piel. a veces siento que no importa cuánto me bañe ni todos los productos de higiene personal que compre, no me quito esa sensación de sentirme sucia. siento que la adolescencia todavía está en mi cuerpo. que mi historia está en mi cuerpo, que soy yo, todavía, sudando en un patio de cemento, con miedo. y entonces me digo: ¿cómo se rompe una costumbre que es tan antigua? ¿cómo se saca la suciedad que se volvió parte de una?
ahora me atrevo a decir que escribir también es mi forma de protesta, un lugar donde el cuerpo ya no puede ceder tan fácilmente.
La ablación femenina, también conocida como mutilación genital femenina, es la extirpación parcial o total de los órganos genitales femeninos externos, generalmente con motivos culturales, religiosos o sociales, y sin beneficios médicos. Esta práctica se considera una violación de los derechos humanos y se ha prohibido en muchos países.
Malala Yousafzai se convirtió en un símbolo internacional de la lucha en pro de la educación de las niñas después de que le disparasen en 2012 por oponerse a las restricciones de los talibanes a la educación de la mujer en su país natal, Pakistán.
creo que todas nosotras en algún momento nos hemos sentido con la necesidad de ocultar lo que somos por “qué dirán” viéndolo desde otro lado es porque querían protegernos de lo que la sociedad nos han hecho sufrir por tener el cuerpo que habitamos, gracias por compartir!
Nos han hecho creer que somos un objeto que cumple una función estética y que no somos dueñas de nuestros propios cuerpos sino que los otros nos definen el valor de este. Me encanta la reflexión sobre lo de tu hermana porque es algo con lo que también me he encontrado; aun dentro de círculos de mujeres mi cuerpo no se siente propio y debe taparse. No es modestia sino adiestramiento y condicionamiento de nunca sentirnos nuestras.